La República de la Indiferencia: Entre la Corrupción que Negamos y la Complicidad que Silenciamos

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La República de la Indiferencia: Entre la Corrupción que Negamos y la Complicidad que Silenciamos


El problema de la República Dominicana no es simplemente la corrupción. Esta afirmación, repetida hasta el cansancio en discursos y tertulias, encierra un diagnóstico que, aunque certero, se queda en la superficie. El verdadero mal radica en la incapacidad colectiva de admitir su existencia, la falta de valor para confrontarla, la complicidad silenciosa de la sociedad, y, sobre todo, la distorsión de la verdad a través de medios de comunicación que lucran del caos, deformando la realidad y presentando una narrativa que convierte a los verdaderos culpables en víctimas. Este fenómeno perpetúa una paradoja social donde lo legal se disfraza de moral, y la opinión pública se convierte en un juego de acertijos legales que solo beneficia a quienes, bajo su manto de poder, manipulan la verdad a su conveniencia.

La Corrupción como Normalidad Social: Entre la Negación y la Complicidad.

En la República Dominicana, la corrupción no es solo un acto ilegal, sino un modo de vida legitimado por la indiferencia colectiva. La sociedad dominicana, a lo largo de su historia, ha aprendido a coexistir con ella, normalizándola en su cotidianidad. Esta incapacidad para admitir que el problema existe es, en sí misma, una forma de corrupción. El dominicano promedio sabe que la corrupción está presente en todas las esferas del poder, desde lo más alto hasta lo más básico, pero prefiere evitar el conflicto directo con este monstruo abstracto, optando por una apatía cómoda que, en el fondo, no es más que complicidad.

Pero, ¿cómo llegamos a este punto? La respuesta está en la repetida manipulación mediática de la realidad. Los medios de comunicación, en vez de servir como fiscalizadores de la verdad, muchas veces actúan como mercenarios de la narrativa dominante. La verdad no es un bien común, sino un recurso negociable que se vende al mejor postor. En lugar de desenmascarar a los corruptos, los medios muchas veces los reconfiguran como víctimas perseguidas, mártires de una justicia ciega o simples protagonistas de “persecuciones políticas”.

Casos Históricos: El Poder de la Narrativa Distorsionada.

Un ejemplo emblemático es el caso de José Francisco Peña Gómez, quien, durante la década de los 90, fue objeto de una campaña mediática despiadada que manipuló la percepción pública. Aunque no fue un caso de corrupción en sí mismo, la maquinaria propagandística utilizada para socavar su imagen sentó un precedente peligroso: quien controle la narrativa, controla la percepción pública. A lo largo de los años, se ha repetido esta fórmula con políticos y empresarios corruptos, quienes han logrado posicionarse como figuras injustamente perseguidas.

Más recientemente, la Operación Medusa, que implicó al exprocurador Jean Alain Rodríguez, expuso la habilidad de ciertos medios para crear una cortina de humo que desvíe la atención de lo esencial. La cobertura mediática, en muchos casos, se centró más en las irregularidades procedimentales y en victimizar al acusado que en los hechos de corrupción por los cuales estaba siendo investigado. El discurso se polarizó en torno a tecnicismos legales, convirtiendo el debate en un laberinto jurídico, mientras la verdad quedaba atrapada en una nebulosa de opiniones contrapuestas.

El Periodismo Mercenario: La Verdad Vendida al Mejor Postor.

Un factor decisivo en el perpetuo caos de la corrupción en la República Dominicana es la preventa del periodismo de investigación y de opinión. Lejos de ser una herramienta al servicio de la verdad y la justicia, muchos periodistas han adoptado un rol mercenario, ofreciendo su influencia al mejor postor. En lugar de fiscalizar al poder, utilizan la información como una moneda de cambio, extorsionando a los corruptos con la amenaza de revelar evidencias comprometedoras. Este tipo de periodismo, corrompido en su esencia, se convierte en cómplice directo al silenciar crímenes flagrantes a cambio de sumas de dinero o favores políticos. Además, no solo omiten información, sino que activamente participan en la destrucción de reputaciones mediante la manipulación de palabras y la creación de expedientes falsos, construyendo campañas de descrédito que distorsionan la percepción pública.

Ejemplos históricos abundan, como el infame caso de Baninter a principios de los 2000, donde varios medios fueron acusados de recibir millonarias sumas para suavizar la cobertura del escándalo o desviar la atención hacia otros actores menos comprometidos. Más recientemente, el caso Odebrecht mostró cómo ciertos periodistas y comentaristas de opinión se alinearon con intereses específicos para moldear la narrativa pública en torno a los implicados, con el objetivo de proteger a ciertos sectores mientras se demonizaba selectivamente a otros.

Este tipo de prácticas no solo desvirtúan la función del periodismo, sino que contribuyen al desmoronamiento de la confianza en las instituciones y en la prensa misma. La verdad, lejos de ser revelada, se convierte en un producto negociable, vendida al mejor postor y alterada según la conveniencia del momento. En este contexto, el periodismo se convierte en un actor activo en la corrupción, siendo tanto verdugo como protector de aquellos que deberían estar bajo escrutinio público.

La Paradoja del “Menos Malo” y la Falacia de la Resignación Electoral.

La frase “todos los políticos son corruptos, pero hay que votar por el menos malo” es una expresión que encapsula la resignación colectiva y la justificación histórica de la complicidad. Este mantra, repetido cada cuatro años como si fuera un axioma inevitable, refleja la rendición de una sociedad que ha sido condicionada a elegir entre dos males, sin cuestionar por qué el mal sigue siendo la única opción.

Esta mentalidad fatalista perpetúa un ciclo vicioso donde la corrupción se reinventa en cada nuevo gobierno, adaptándose a las circunstancias del momento. Votar por “el menos malo” no es solo un acto de desesperanza, sino una aceptación tácita de que la corrupción es una constante inamovible. Es el acto final de una obra teatral donde el público aplaude al villano no porque lo admire, sino porque ha perdido toda fe en la posibilidad de un héroe.

Reflexión Final: ¿Estamos Condenados a la Complicidad?

Al final, la corrupción en la República Dominicana no es solo un problema de quienes la practican, sino de todos aquellos que, de una forma u otra, la toleran. No se trata únicamente de los políticos, sino de los ciudadanos que, al elegir la resignación, se convierten en cómplices silenciosos de un sistema que, aunque injusto, les resulta familiar. La manipulación mediática, lejos de ser un simple accesorio, es el engranaje que mantiene en funcionamiento esta maquinaria de autoengaño colectivo.

El desafío real está en superar la paradoja del “menos malo” y asumir la responsabilidad de exigir una política basada en la integridad, no en la resignación. Mientras sigamos optando por justificar la corrupción como una inevitabilidad, estaremos perpetuando el ciclo. La pregunta clave es: ¿tenemos el valor para romper con esta narrativa autodestructiva, o seguiremos siendo prisioneros de un laberinto moral donde la verdad se diluye en la comodidad de la indiferencia?

Autor: Job Vasquez.

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