"La mayor ironía del feminismo radical es que, en su afán de empoderar a la mujer, termina sacrificándola en el altar de quienes jamás podrán serlo." — Job Vásquez.
Recientemente, en una de esas conversaciones que desafían la comodidad de lo convencional, tuve una discusión filosófica, ontológica y psicológica con una muy buena amiga. En ella, planteé una idea que, lejos de ser una simple provocación, busca explorar la naturaleza profunda de la identidad, la aceptación y la envidia: ¿Es posible que un hombre homosexual o trans que rechaza su propia naturaleza masculina y encuentra repulsiva la sexualidad de la mujer pueda, en esencia, aceptarla verdaderamente?
Desde mi perspectiva, la respuesta es no. Quien ansía ser mujer, quien sobreactúa el papel de mujer y se esfuerza por emular cada gesto, cada actitud y cada experiencia, se enfrenta a una barrera infranqueable: la biología. No importa cuán precisa sea la interpretación, cuánto se estudien y repliquen los patrones de comportamiento femeninos, la conciencia de la imposibilidad de una transformación plena permanecerá como una sombra inevitable. Y con esa conciencia, el resentimiento.
Sin embargo, el problema se agrava cuando el feminismo radical, que alguna vez luchó por la igualdad y el reconocimiento de los derechos de las mujeres biológicas, ha traicionado a las mismas mujeres a las que dice defender. En su afán por abrazar la ideología woke, ha permitido que hombres compitan en deportes femeninos, despojando a las mujeres de logros y oportunidades que les pertenecen. Peor aún, se ha normalizado que hombres trans participen en combates de contacto, donde la biología innegable de la fuerza y resistencia masculina convierte estas competencias en un espectáculo de abuso disfrazado de inclusión. Basta ver el caso de Fallon Fox, un hombre biológico que fracturó el cráneo de una mujer en una pelea de MMA, y que hoy es celebrado como un "pionero trans" en los deportes.
La realidad filosófica de este fenómeno es inquietante. Si un hombre no puede competir con otros hombres y vencerlos, si no puede trascender dentro de su propio sexo, entonces busca otra forma de validación: dominando a quienes nunca podrá ser. Y aquí es donde la lucha por la identidad se convierte en una afrenta a la justicia y la dignidad. Porque al final, lo que vemos no es inclusión, sino humillación de quienes son biológicamente más débiles. Es una victoria fácil disfrazada de progreso.
El feminismo radical no solo ha permitido esta injusticia, sino que ha perseguido y silenciado a las feministas que la denuncian. Autoras como J.K. Rowling han sido atacadas y vilipendiadas por afirmar lo evidente: que las mujeres biológicas existen y merecen protección. Y mientras las grandes plataformas censuran cualquier voz disidente, las mujeres reales pierden espacios en refugios para víctimas de abuso, en baños, en deportes y en el lenguaje mismo que las define.
Aquí es donde la envidia entra en juego, pero no como el deseo de ser algo que no se puede ser, sino como el deseo de que el otro deje de serlo. Porque, en su esencia más pura, el envidioso no anhela poseer lo que otro tiene, sino que el otro deje de poseerlo. No es un deseo de adquisición, sino de privación. Y en este contexto, la frustración de no poder ser se traduce en la negación del otro, en la invalidación de su identidad real para intentar equiparar la propia percepción de carencia.
Este paradigma lleva a una paradoja cruel: la envidia disfrazada de admiración, la lucha por una identidad que, aun en su máxima representación, nunca podrá ser plenamente habitada. Y en esa lucha, la mujer real se convierte en una amenaza, en una referencia incómoda que recuerda, sin palabras, la barrera insuperable entre lo que se desea ser y lo que se es.
El feminismo radical se ha convertido en el principal traidor de la mujer biológica. Al priorizar una agenda ideológica sobre la realidad biológica, ha abierto la puerta a que el parásito de la identidad devore los derechos, los espacios y la seguridad de las mujeres. Quizás la verdadera reflexión no esté en la posibilidad de transformación, sino en la aceptación de los límites. Porque la lucha no es solo por la identidad; es por la justicia de quienes han sido silenciadas en nombre de una inclusión mal entendida. Y tal vez, en esa resignación, esté la verdadera libertad para las mujeres que realmente son mujeres.
Conclusión:
Si la biología nos demuestra que las mujeres están genéticamente programadas para proteger, incluso a costa de su propia existencia, ¿no será acaso esta misma inclinación la que las está llevando a entregar su lugar, su voz y su espacio a quienes nunca podrán ser ellas? Y si continúan priorizando la inclusión ideológica sobre la justicia biológica, ¿qué les quedará cuando ya no haya nada que proteger porque todo lo que era suyo les haya sido arrebatado? ¿Acaso la mayor trampa del feminismo radical es haberlas convertido en las arquitectas de su propia extinción?
Autor: Job Vasquez
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