Cuando leí el comentario de Alejandro Franco "Arlequín" citando a Ricky Gervais: “tomen el premio, digan gracias y váyanse. No den discursos ejemplificadores, ustedes no están en condiciones de predicar a nadie sobre nada”, una pregunta se instaló en mi mente con la persistencia de un eco: ¿por qué las personas creen ciegamente en aquellos que les pagan por mentir?
Vivimos en una sociedad que exalta la actuación como una de las cimas del arte. Se les premia por fingir perfectamente ser alguien que no son y, la mayoría de las veces, ese alguien que fingen ser ni siquiera existe. No hay nada de real en sus personajes, pero los veneramos como si ese virtuosismo en la falsedad les otorgara autoridad moral.
La ironía es brutal: admiramos a los actores por los personajes que interpretan y, en el proceso, olvidamos que no sabemos quiénes son realmente. Nos emocionamos con su llanto en pantalla, los convertimos en héroes porque salvaron el mundo en una película, creemos en su redención porque en un guion su personaje encontró la luz. Pero tras las luces y los reflectores, esas mismas personas son tan humanas como cualquiera de nosotros: llenas de contradicciones, inseguridades, y en muchos casos, de un ego que se alimenta de la constante adulación.
No es que la actuación no tenga mérito, lo tiene y en abundancia. Pero el problema surge cuando confundimos el talento con la autoridad, cuando asumimos que quien encarnó a un revolucionario en la pantalla grande tiene una visión política válida, que quien interpretó a un genio comprende la ciencia, que quien nos hizo llorar en un drama tiene la sabiduría para enseñarnos sobre la vida. Y así, terminamos escuchando sermones de aquellos que han pasado más tiempo fingiendo vidas ajenas que viviendo la suya propia.
Tal vez sea más fácil creer en la mentira bien contada que enfrentarnos a la verdad sin maquillaje. Tal vez, en el fondo, nos seduce la idea de que las personas hermosas y carismáticas que vemos en pantalla también sean sabias, éticas y moralmente superiores. Pero la realidad es otra: los actores son expertos en hacernos sentir, no en hacernos pensar. Y mientras sigamos esperando de ellos lecciones de vida, estaremos eligiendo el brillo del espectáculo sobre la claridad de la razón.
La fascinación por la ficción no es nueva. Desde tiempos antiguos, las sociedades han venerado a los narradores de historias. Pero hay una diferencia abismal entre apreciar una historia y otorgarle credibilidad absoluta a quien la cuenta. En la Antigua Grecia, los actores eran considerados meros intérpretes, no sabios ni líderes. En cambio, hoy los elevamos a la categoría de filósofos modernos, cuando en realidad no son más que artistas desempeñando un papel. Y lo peor es que, a menudo, ni siquiera son ellos quienes crean los discursos que pronuncian. Sus palabras están escritas por guionistas, sus ideas filtradas por equipos de relaciones públicas, su imagen moldeada por asesores de marca.
Es aún más paradójico cuando actores, sin mayor formación que la práctica de la actuación, intentan darnos lecciones sobre temas complejos como política, ecología o economía. ¿Desde qué experiencia hablan? ¿Desde qué conocimiento profundo? Si bien todos tenemos derecho a opinar, la diferencia radica en la influencia. Un ciudadano común expresa su punto de vista sin más impacto que el de su círculo cercano. Un actor, en cambio, pronuncia una frase y millones la repiten sin cuestionarla. Esta asimetría convierte su opinión en dogma para quienes los idolatran.
Pero el problema no es solo de los actores. Es nuestro. Somos nosotros quienes elegimos creer. Somos nosotros quienes otorgamos credibilidad a quien no la merece. Somos nosotros quienes preferimos la comodidad de una verdad fabricada a la crudeza de la realidad.
Tal vez deberíamos empezar a separar el arte de la vida, la ficción de la verdad. Tal vez deberíamos dejar de esperar lecciones de quienes solo han perfeccionado el arte de fingir. Y, sobre todo, tal vez deberíamos recordar que la actuación es solo eso: una representación, no una revelación.
Dedicado a todo Hollywood en especial a Tom Hanks y Robert De Niro.
Autor: Job Vasquez.
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