Por Job Vásquez — Filósofo de calle, lector del alma humana, dominicano sin filtro
Nací en una época donde se jugaba por pasión, donde el juego era una prolongación del alma y no un negocio. Soy de los que se enamoraron del deporte por lo que representaba: la magia, la entrega, la hermandad. No por contratos, ideologías o marcas. Este texto no es un panfleto nostálgico, es una carta desde lo humano, una crítica lúcida y sin rabia. Porque el amor cuando se duele, escribe. Y hoy escribo por el deporte que me formó… y que estamos dejando morir.
El alma del juego: cuando el talento era generosidad
Admiré a Kukoc, ese tirador silencioso de los Bulls que aparecía cuando el momento lo exigía sin alardes, sin necesidad de poses. Me deslumbró Curry, no solo por su puntería de otro planeta, sino porque, aún con su grandeza, nunca dejó de ser parte del equipo. Me identifiqué con Brady, no por sus anillos, sino por su liderazgo silencioso. Y Manny Ramírez, genio irreverente, jugaba con alma de barrio y espíritu libre.
Eran deportistas, sí. Pero ante todo, hombres que entendían que el talento real se manifiesta cuando haces mejores a los demás.
Y ahí, en ese plano, la figura de Jordan se vuelve sagrada. Su legado no es solo personal. Supo que sin Scottie, sin Rodman, sin Kerr, su vuelo no pasaría de un salto. Su arte estaba en entender el juego como danza, no como imposición.
El “Efecto LeBron”: cuando la industria venció al juego
Lo que vino después fue un quiebre silencioso: el “Efecto LeBron”, donde la genialidad dejó de medirse por legado colectivo y comenzó a medirse por “likes”, “jerseys vendidos” y “highlights editados”.
LeBron es un atleta monstruoso, pero simboliza el nuevo modelo: el jugador-empresa, el hombre-marca. Todo gira a su alrededor. El equipo, el sistema, incluso la narrativa mediática.
Lo repito: no es odio. Es tristeza. Ver cómo el deporte se convierte en un teatro de egos donde el compañerismo es accesorio, y la autenticidad un riesgo de imagen.
Caitlin Clark: la hereje del sistema
Y en ese mismo circo, cualquier talento que desafíe la narrativa impuesta se convierte en amenaza. Caitlin Clark es el ejemplo más brutal.
Blanca, cristiana, femenina, heterosexual. Pero sobre todo: brillante.
Y por eso, debe ser castigada. Por no encajar.
Por ser una anomalía estadística y humana en una era que exige personajes ideológicamente prefabricados.
El talento ya no basta. El sistema solo acepta a quienes lo validan, no a quienes lo superan.
Ronaldinho: el último romántico
Y entonces llega él. Ronaldinho.
No el mejor según números. Sino el mejor según el alma.
Nadie jugó como él. Nadie sonrió como él. Nadie transformó un balón en parte de su cuerpo con tal naturalidad.
Su arte no era técnica: era instinto.
Era carnaval en Europa.
Era favela en el Camp Nou.
Ronaldinho jugaba como si el mundo no lo estuviera mirando.
Jugaba porque lo necesitaba. Porque su cuerpo no sabía hacer otra cosa.
Y, aún así, jamás fue obstáculo para otro.
Nos regaló a Messi. Lo acogió, lo potenció, lo protegió. Porque el talento verdadero no compite con su sombra, la proyecta.
Ronaldinho era el último romántico.
El que no se dejó corromper por el guion, aunque el mundo no supo manejar su pureza.
El deporte como teatro: una tragedia moderna
Hoy el deporte no se juega: se representa.
Se actúa. Se monetiza. Se ideologiza.
El talento es sospechoso si no cumple con una agenda.
La genialidad es bloqueada si no tiene patrocinador correcto.
Y el público, otrora sabio, aplaude lo que el algoritmo le sugiere.
Pero yo me resisto.
Yo vi a Ronaldinho.
Yo vi a Jordan confiar.
Vi a Curry entregar.
Vi a Caitlin ser mejor.
Y a Manny jugar como si el juego fuera un juego.
Yo vi, sentí, creí.
Y por eso escribo.
Epílogo para los que aún recuerdan
Si tú también lloraste con una jugada imposible, si te erizaste viendo a un jugador darlo todo por el equipo, si te quedaste despierto para ver a un genio moverse como si flotara… entonces no estás solo.
A ti, este texto.
A Ronaldinho, este homenaje.
Al deporte real, esta promesa:
volveremos a jugar por amor, aunque sea en el recuerdo.
— Job Vásquez
Filósofo del asfalto, testigo de la gloria y del secuestro del juego.
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