¿Qué me hace dominicano?
La pregunta parece sencilla, casi turística. Una bandera, un himno, un mangú con salami, un orgullo automático que se activa en juegos de pelota y se apaga frente a una factura eléctrica. Pero no. Si uno se toma el atrevimiento —imperdonable— de pensar, la cosa se vuelve incómoda.
Tal vez me hace dominicano mi extraordinaria capacidad de buscar la felicidad negando la realidad social que me acompaña desde el primer llanto. No como un accidente, sino como una habilidad evolutiva. Una mutación necesaria. Un mecanismo de supervivencia emocional en un ecosistema donde la lógica muere joven.
Quizás la selección natural, harta de vernos sufrir, imprimió en nuestros genes un superpoder: la resiliencia mezclada con amnesia selectiva. Recordamos el abuso, pero lo normalizamos. Denunciamos la corrupción, pero convivimos con ella como con un familiar incómodo al que no se puede sacar de la casa porque “es sangre”.
Tengo 46 años. Cuarenta y seis años viendo la corrupción persistir, mutar, modernizarse, cambiar de discurso, de partido, de color… pero jamás de esencia. Y aquí estoy: no indignado, no sorprendido, apenas ligeramente fastidiado. Como quien ve llover dentro de una casa sin techo y piensa: “Bueno… al menos refresca”.
Tal vez eso también me hace dominicano: haber perdido la capacidad de sorprenderme.
No me sorprende la corrupción. No me sorprende la demagogia. No me sorprende el clientelismo. Ni siquiera el clientelismo cultural, ese donde se intercambia conciencia por likes, silencio por una fundita, dignidad por una selfie con el funcionario de turno.
Y aquí —permíteme el lujo de la arrogancia— debo decirlo: no es ignorancia, es adaptación. Porque hay algo profundamente sofisticado en aprender a vivir en la contradicción permanente sin volverse loco… o al menos sin admitirlo públicamente.
He desarrollado una inteligencia práctica: sé cuándo indignarme en redes, cuándo callar en la fila, cuándo reírme del chiste malo del político corrupto porque denunciarlo no cambiará absolutamente nada… y además hay que seguir trabajando mañana.
Pero hoy… hoy me veo obligado a admitir algo.
Me sobrepasaron.
El descaro. La arrogancia. La estupidez. Y sobre todo, la irreverencia moral de la última década.
Antes el corrupto al menos fingía vergüenza. Bajaba la cabeza, hablaba bajito, simulaba pudor. Hoy no. Hoy te mira a los ojos mientras te roba y te explica por qué deberías agradecerle.
Los políticos actuales —y no, no son todos iguales, algunos son peores— ya no gobiernan: interpretan un guion. Son títeres bien maquillados, marionetas sonrientes atadas a hilos invisibles hechos de secretos, expedientes, grabaciones, favores sexuales, favores financieros y pactos inconfesables.
No mandan. Obedecen.
No deciden. Ejecutan narrativas.
Son productos de marketing con corbata, influencers del poder, voceros de intereses que no tienen bandera, pero sí cuentas offshore.
Y lo más perverso no es que existan.
Lo más perverso es que funcionan.
Funcionan porque el sistema está diseñado para que funcionen. Funcionan porque el ciudadano promedio está demasiado ocupado sobreviviendo. Funcionan porque pensar cansa, cuestionar incomoda y enfrentarse tiene costo.
Así que seguimos adelante. Riéndonos. Burlándonos. Haciendo memes del desastre. Convirtiendo la tragedia en humor negro porque si no nos reímos, tendríamos que aceptar que esto duele.
Tal vez eso también me hace dominicano: usar la risa como anestesia existencial.
No porque no me importe. Sino porque me importa demasiado.
Y sin embargo, aquí estoy. Escribiendo. Pensando. Molestando. Porque aunque he perdido la capacidad de sorprenderme, no he perdido del todo la capacidad de incomodar.
Y en un país donde la normalidad es el absurdo, incomodar sigue siendo —paradójicamente— un acto de patriotismo.
— Job Vasquez


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