En un acto que trasciende la mera protesta y roza el terreno de la afrenta directa, un grupo de inmigrantes ilegales haitianos eligió el Día Internacional de la Mujer para manifestarse frente al Altar de la Patria dominicana. No fue solo una protesta pro-aborto, sino un ataque frontal a la memoria histórica y a los pilares de nuestra soberanía, envuelto en consignas cantadas en creol y acusaciones de racismo y xenofobia contra el pueblo dominicano.
Pero, ¿qué representa realmente este acto? Filosóficamente, fue mucho más que una simple concentración. Fue una violación simbólica de nuestra identidad nacional. El Altar de la Patria no es un parque, no es una plaza cualquiera: es el núcleo espiritual de la dominicanidad, donde reposan los restos de los padres fundadores de la República —Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Matías Ramón Mella—, hombres que lucharon, sangraron y murieron por liberar esta tierra precisamente de una ocupación haitiana.
El peso ontológico del agravio
Desde una perspectiva ontológica, lo simbólico moldea lo real. No se puede entender a una nación sin sus símbolos, pues son la materialización de su espíritu colectivo. Que extranjeros, en condición ilegal, insulten a un pueblo desde el epicentro de su identidad histórica es un intento consciente o inconsciente de subyugar moralmente a la nación. Es una manifestación clara de hostilidad ideológica: un asalto a la esencia misma del ser dominicano.
Más grave aún, este acto también representa la ruptura de un equilibrio tácito entre ambas naciones. El tratado de no agresión —formal o simbólico— entre Haití y República Dominicana implica, ante todo, el respeto mutuo de las soberanías. No puede haber diálogo si una parte cruza la línea roja que separa la protesta legítima de la provocación descarada.
La complicidad del silencio gubernamental
No podemos pasar por alto la inacción del Estado dominicano. Que este acto se haya realizado con la aparente venia de algún funcionario solo puede entenderse de dos maneras:
- Traición consciente: Un acto deliberado de ciertos sectores políticos dominicanos alineados con agendas globalistas que, bajo la bandera de los derechos humanos, encubren una política de erosión de la identidad nacional.
- Cobardía y permisibilidad: La parálisis típica de un Estado débil, temeroso de las críticas internacionales, dispuesto a sacrificar la dignidad nacional para evitar ser etiquetado de intolerante.
Ambas posibilidades son igual de peligrosas. La primera nos enfrenta a una traición interna, donde aquellos que deberían proteger la soberanía la venden al mejor postor ideológico. La segunda nos expone a la lenta erosión del respeto nacional, donde la permisibilidad ante las provocaciones extranjeras siembra el mensaje de que República Dominicana es una nación sin límites ni orgullo.
El falso dilema del racismo y la xenofobia
Acusar a los dominicanos de racistas y xenófobos ha sido la estrategia constante de aquellos que pretenden desestabilizar nuestra soberanía. Es una narrativa diseñada para inmovilizarnos moralmente. Pero seamos claros: defender nuestra identidad, exigir respeto a nuestras leyes y proteger nuestros símbolos patrios no es racismo; es un derecho inherente de cualquier nación soberana.
La filosofía política enseña que una nación sin límites —físicos, legales y simbólicos— deja de ser una nación y se convierte en un territorio administrado por fuerzas externas. La constante criminalización de cualquier defensa nacionalista solo busca desarmarnos psicológicamente, promoviendo una sumisión disfrazada de empatía.
Reflexión final
Si un dominicano, hoy, se siente incómodo al reclamar respeto por su país, si teme ser tildado de radical por oponerse a una manifestación ilegal y provocadora en el corazón de la patria, es porque el proceso de sometimiento simbólico ha comenzado. Y lo más alarmante no es el acto en sí, sino la respuesta tibia y cómplice del Estado.
La verdadera pregunta es: ¿Hasta qué punto permitiremos que la memoria de Duarte, Sánchez y Mella sea pisoteada sin que nuestra voz se alce?
Quien calla ante una afrenta como esta no es un pacifista, es un cómplice. Y quien la permite desde el poder, no es un demócrata: es un traidor.
Autor: Job Vásquez
0 Comentarios