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La gran mentira dominicana: cómo nos convertimos en esclavos felices



Capítulo I: La raíz del autoengaño

Nuestra tragedia no comienza con dictadores ni caudillos: comienza con Duarte. Su presidencia fue corta, casi simbólica, pero reveladora. Duarte dimitió por convicción, por ética, porque no estaba dispuesto a negociar la patria ni a legitimar con su presencia las componendas políticas y ambiciones personales que ya se gestaban. ¿Y qué hicimos nosotros? No lo defendimos. No lo apoyamos. Lo exiliamos. Ahí quedó sembrada la semilla de nuestra maldición: preferimos al que promete resolvernos la vida, aunque sea un traidor, antes que al que nos exige sacrificio y conciencia.

Cuando Pedro Santana entregó la patria a los españoles en 1861 a cambio de seguridad y poder, ahí firmamos una de nuestras peores decisiones: renunciar a la soberanía por miedo y comodidad. En lugar de levantarnos como un pueblo que ya conocía la independencia, hubo sectores que aplaudieron el regreso de la colonia. Esa fue otra confirmación: nos cuesta más morir por principios que vivir de rodillas por pan.


Capítulo II: El cáncer del caudillismo

Cada generación tuvo su redentor de mentira. Lilís, Trujillo, Balaguer… Todos prometieron orden, progreso, estabilidad. Pero todo a cambio de nuestra libertad y dignidad. Trujillo fue la cúspide del caudillismo psicopático. Nos enseñó que es mejor obedecer que cuestionar. Que el miedo compra el silencio, y el silencio mantiene el sistema. Y luego Balaguer, con su voz suave y poética, perfeccionó la dictadura democrática: una democracia ciega, sorda y coja.

Y el pueblo, como siempre, prefirió la estabilidad de lo malo conocido. Votar por el menos malo. ¿Y qué peor herencia que esa?


Capítulo III: La educación como herramienta de sometimiento

Desde la escuela nos enseñaron a obedecer, no a pensar. Nos formaron para memorizar héroes, no para entender sus errores ni sus motivaciones. Nunca nos dijeron que Duarte tuvo que ser exiliado por los mismos a quienes quería liberar. Ni que los restauradores, tras sacar a los españoles, se repartieron el país como botín. Nos enseñaron la historia como un cuento épico, no como una advertencia.

El resultado: generaciones de ciudadanos ignorantes funcionales, que creen que la patria es un himno, no un compromiso. Que creen que la bandera es una tela, no una advertencia de sangre, sacrificio y lucha.


Capítulo IV: La cultura de la viveza y la indiferencia

La cultura popular terminó de moldear el dominicano moderno: el que se burla del que estudia, el que admira al corrupto exitoso, el que cree que "resolver" es más importante que ser honesto. El que se ufana de tener un pana en aduanas o en la policía. El que dice: "Aquí el que no roba es porque no puede".

Nuestro mayor enemigo no ha sido ni Haití, ni EE.UU., ni la ONU, ni los españoles. Ha sido la indiferencia, el relajo, el fatalismo y la pereza de pensar. Esa frase que escuchamos cada cuatro años: “Total, todos son iguales”, “hay que votar por el menos malo”. ¿Y si el menos malo es malo igual? ¿Y si el sistema ya está podrido desde la raíz?


Capítulo V: El precio de no aprender

Las decisiones que no tomamos nos han salido más caras que las que tomamos mal. No juzgamos a tiempo a los traidores. No condenamos a los corruptos cuando pudimos. No defendimos la institucionalidad cuando aún había espacio. Hoy el congreso es un mercado de favores, la justicia una farsa, y la educación una ruina.

Cada vez que un dominicano decide “dejar eso así”, otro anillo de poder se aprieta. Cada vez que decimos “eso no va a cambiar nunca”, fortalecemos al verdugo. Cada vez que votamos por el menos malo, lo convertimos en el peor.


Capítulo VI: La guerra que nunca peleamos

No quiero hablar de invasiones extranjeras, ni de Haití, ni de agendas foráneas. No. Esa es la excusa del cobarde. Nuestra guerra es interna. Es contra el dominicano que prefiere el relajo a la razón, el fanatismo al análisis, el beneficio propio a la justicia colectiva.

La guerra verdadera es contra el ciudadano domesticado, resignado, emocional y reactivo, que no exige, no lee, no investiga. Que se arrodilla ante el político, que idolatra a su verdugo, que sigue vendiendo su voto por migajas.


Capítulo Final: Lo que aún podemos hacer

Aún estamos a tiempo. Pero no con marchas de colores, ni hashtags. Con pensamiento. Con criterio. Con acciones pequeñas pero firmes. Con ciudadanos incómodos, inadaptados, que no acepten más cuentos. Que entiendan que no somos víctimas de otros, sino de nosotros mismos.

El dominicano debe dejar de votar por el menos malo. Debe dejar de admirar al corrupto. Debe dejar de creer que lo importante es llegar, aunque sea pisando cabezas. Debe dejar de mentirse.

Solo así podremos dejar de ser esclavos felices... y convertirnos en ciudadanos conscientes.


Por Job Vásquez

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