Por Job Vásquez
Hay frases que parecen chiste… hasta que te revientan la cabeza.
La otra noche, mientras jugaba con conceptos eternos como si fueran dados lanzados en la mesa del absurdo, se me cruzó esta idea que no me deja dormir desde entonces:
Dios no es una respuesta. Dios es una pregunta que usamos como respuesta.
Como buen filósofo de barrio —o loco funcional, como prefieran llamarme— me tiré a bucear en esa idea con los pulmones llenos de ironía, existencialismo y un poco de rabia contra las verdades enlatadas.
1. El origen de la trampa
Desde que tenemos conciencia, hay preguntas que nos acechan como perros hambrientos:
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¿Por qué estoy aquí?La pregunta fundamental del sentido: ¿qué sentido tiene que yo exista en este vasto universo? ¿Soy acaso accidente o designio?
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¿Qué sentido tiene todo esto?No solo mi vida, sino todo lo que veo y siento: la naturaleza, la historia, el amor, el sufrimiento… ¿para qué?
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¿Qué pasa cuando muero?La pregunta que no quiere callar. ¿Es el fin absoluto, la nada, o apenas una puerta?
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¿Quién controla este caos?El mundo parece un revoltijo sin lógica, lleno de injusticias, tragedias y azares crueles. ¿Hay un plan o es puro azar?
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¿Por qué hay maldad si hay bien?Si existe algo bueno, ¿cómo puede convivir con lo malo sin que uno anule al otro?
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¿Por qué carajo existe algo y no la nada?La pregunta más básica y profunda: ¿por qué hay universo en vez de nada? ¿Qué hubo antes o fuera de esto?
Estas preguntas nos paralizan y aterrorizan, porque no tienen respuestas fáciles. El silencio que queda es frío y brutal. Entonces, para no hundirnos en ese vacío, metemos una palabra mágica en la caja de las incógnitas: Dios.
Dios es esa ficha que ponemos en el tablero cuando ya no sabemos cómo seguir jugando.
2. ¿La respuesta definitiva? ¿O el comodín del no saber?
La religión, la cultura y el miedo al vacío nos entrenaron para decir:
“Eso solo lo sabe Dios.”
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“Dios tiene un propósito.”
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“Dios lo permitió.”
Con estas frases, creemos que encontramos una explicación, un cierre. Pero en realidad, lo que hacemos es cerrar la puerta a la pregunta misma.
Una pregunta que debería abrirnos la mente, se volvió una respuesta que nos cierra el alma.
Nos anestesiamos con certezas cómodas para evitar el vértigo de la incertidumbre.
3. El problema no es Dios. Es cómo lo usamos
No estoy diciendo que Dios no exista. Ni que toda fe sea mentira.
Lo que digo es que lo usamos mal.
Lo usamos como un punto final, cuando en realidad debería ser el signo de interrogación más grande del universo.
Pero preferimos anestesiar la angustia con respuestas fáciles en vez de arriesgarnos a vivir con preguntas sin respuesta.
4. Filosofía callejera: Dios como variable oculta
Imaginemos por un segundo que Dios es como una constante matemática —como pi (π).
Una constante que está en todas partes, infinita, misteriosa, imprecisa, pero absolutamente necesaria.
Podemos calcular mil millones de decimales, pero nunca comprenderemos esa cifra completa. Siempre queda un resto, una incertidumbre.
¿Por qué intentamos reducir esa maravilla a fórmulas dogmáticas, a moralinas religiosas, a discursos cómodos?
Porque es más fácil decir “Dios lo quiso así” que aceptar que vivimos en medio del misterio absoluto.
5. Conclusión que molesta a muchos (y me encanta)
Dios no es la respuesta. Dios es la pregunta mal formulada.
6. Cierre personal
Yo no sé si Dios vive, si respira, si ríe o si existe como lo pintan.
¿Y si Dios no es lo que buscamos entender, sino lo que nos impide entendernos?
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