Este suceso no fue el resultado de un fenómeno natural o de un acto fortuito. Fue la consecuencia directa de la decadencia institucional, la corrupción estructural y la negligencia criminal que han echado raíces en nuestras entidades estatales. Jet Set no colapsó solo: se desplomó bajo el peso del soborno, del descuido y del abandono sistemático de la ética pública.
Un derrumbe que revela todo lo podrido.
Para entender cómo un techo puede caer sobre cientos de personas en pleno 2025, debemos diseccionar las funciones de las instituciones responsables. La Dirección General de Seguridad de Edificaciones (DIGESEDE), el Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC), la Oficina de Planeamiento Urbano del Ayuntamiento del Distrito Nacional, el Ministerio de Vivienda y Edificaciones (MIVED), así como los departamentos municipales de infraestructura urbana, están obligados a fiscalizar, inspeccionar y garantizar la seguridad de toda estructura pública o privada que reciba aglomeración de personas.
Según la Ley 687 sobre Seguridad de Edificaciones y su reglamento de aplicación, todo inmueble destinado a eventos masivos debe pasar inspecciones periódicas, tener certificaciones estructurales actualizadas, y cumplir con normativas antisísmicas y de carga. ¿Cómo, entonces, Jet Set operaba con remodelaciones recientes que jamás pasaron por una inspección pública seria? ¿Quién aprobó esos planos? ¿Quién certificó esa estructura? ¿Quién cobró para mirar hacia otro lado?
La ironía que nos condena.
Entre los fallecidos, se encontraba Christian Alejandro Tejeda Pichardo, director de Infraestructura Urbana. Su muerte no es solo una tragedia: es una alegoría cruel. Quien debía garantizar estructuras seguras murió sepultado por una que probablemente nunca fue verificada, o peor aún, que fue autorizada sin condiciones. Su deceso desnuda la podredumbre institucional que ya no distingue entre víctima y cómplice, entre burócrata y ciudadano.
Un país que no aprende.
El incendio del mismo Jet Set años atrás debió ser una advertencia. Un llamado a revisión, a reforzamiento, a prevención. No lo fue. Al igual que la explosión de Polyplas en 2018, o el incendio de la cárcel de Higüey en 2020, o más recientemente la explosión en San Cristóbal. Tragedias marcadas por permisos ilegítimos, negligencia técnica, inspecciones fantasmas y una red de funcionarios que venden seguridad como si fuera un favor.
En todos esos casos, los informes se ocultaron, los culpables fueron protegidos por el manto del poder, y las víctimas solo quedaron como cifras frías. Hoy, el colapso del Jet Set se suma a esa lista oscura. ¿Cuántas tragedias más soportará este pueblo antes de que la corrupción se asuma como un crimen de lesa humanidad?
El precio del lobismo y el soborno.
En República Dominicana, las remodelaciones de infraestructuras son muchas veces aprobadas por presión política o “recomendaciones” de actores de poder económico. Se violan los procesos licitatorios, se sustituyen supervisores técnicos por asesores complacientes, y las obras se entregan con materiales de segunda bajo informes maquillados. En ese esquema, la vida humana no es una prioridad: es un costo colateral asumible.
¿Quién revisó la capacidad de carga del nuevo techo? ¿Qué ingeniero firmó el visto bueno final? ¿Cuántos pesos circularon bajo la mesa para que el show continuara sin preguntas? Cada uno de esos actos es parte de una cadena de complicidades que termina en tragedia.
La corrupción como crimen estructural.
La corrupción en infraestructura no es una cuestión abstracta. Es concreta, física, visible. Se traduce en columnas mal fundidas, techos sin refuerzos, planos falsificados, documentos firmados sin leer. Y todo eso mata. Mata como mató en Jet Set, como ha matado antes, como seguirá matando si no hay consecuencias reales.
Un funcionario corrupto es más peligroso que un criminal armado. Porque mientras uno puede arrebatar una vida, el otro puede arrebatar cientos. Con una firma, con una omisión, con una llamada telefónica para "resolver".
¿Dónde está la responsabilidad?
La responsabilidad está fragmentada en múltiples manos, lo cual facilita la impunidad. Cada institución dice que no le correspondía. Cada funcionario se protege en la opacidad burocrática. Nadie responde, nadie cae. Solo el pueblo.
Fallaron los sistemas de control, pero también falló la sociedad que los permite. Fallaron los medios que no investigan más allá de la nota oficial. Fallaron los colegios profesionales que callan por miedo o conveniencia. Y fallamos todos al acostumbrarnos a que en este país todo se puede burlar.
Conclusión: la firma que mata.
La tragedia del Jet Set es una radiografía del alma podrida del sistema. No fue un accidente. Fue un crimen colectivo. Y su causa principal fue la corrupción.
Mientras no entendamos que cada techo que se cae fue previamente sostenido por un soborno, y que cada vida perdida fue previamente negociada en una oficina pública, seguiremos enterrando talentos, inocentes y esperanzas.
Un funcionario corrupto no solo roba dinero: asesina posibilidades, sueños y personas. Es un asesino en masa en potencia. Y el Estado, mientras no actúe con justicia real, se convierte en su cómplice.
Y ahora que los escombros han sido recogidos y el luto silenciado, cabe preguntarnos: ¿terminará la investigación sobre Jet Set archivada en la misma gaveta del olvido donde duerme impune la tragedia de la explosión de San Cristóbal? ¿O esta vez, por fin, despertaremos?
Autor: Job Vásquez
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